Agustina Blanco

Hubiera querido escribir una novela sobre mi infancia con páginas y más páginas repletas de escritura. Sin espacios en blanco, sin pausas ni silencios. Que se entienda bien todo el barullo que le genera a un corazón el miedo a morir.

La infancia no existe. Existen el miedo a la oscuridad, las heridas por el frío y los lobos.

Una nueva herida se abre. Cava su propio camino bajo mi piel. Fisura aquello que me quedaba de paz. El nuevo desconsuelo florece en el centro del agujero. Se esparce de una orilla a otra de la lastimadura. Las zarzas crecen y perforan mis órganos internos. Mi vientre deviene en el jardín de un cuerpo ajeno. Un organismo no identificado y amenazante.

En el país de los hombres, los lobos hacen lo que quieren

Pero de todos modos, ese juez oyó una sola cosa: Los niños mienten.

La gente no sabe que cuando ya te mataron varias veces la muerte no tiene nada de trágico.

Cuando la cuchilla de la última palabra paterna cae, nuestras cabezas deben rodar por el piso. Una cabeza seccionada no habla. No replica. Pero una vez, yo le contesté. Una sola vez. Aquel día, el que tuvo miedo de mí fue él, no a la inversa. Es mi más hermoso recuerdo de la infancia.

El inconsciente se parece a un iceberg.

Podemos compararla con una casa flotante de la cual no logramos definir el contorno, pero cuya presencia intuimos.

Tener inconsciente es tener esa casa en el interior de uno mismo, ese lugar que se sustrae de nuestra consciencia, lleno de imaginario, intuiciones y emociones.