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Edward Carey

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    En realidad todo empezó, todo este terrible asunto, el día en que desapareció el picaporte de mi Tía Rosamud. Era su picaporte particular, un picaporte de latón.
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    Aquellos colgajos de carne a ambos lados de mi cabeza no descansaban nunca. Esos dos agujeros por donde entraban los sonidos estaban saturados. Escuchaba cosas que no debía.
    Tardé un tiempo en comprender lo que escuchaba
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    Y siempre me parecía que aquellos nombres provenían de diferentes objetos que había repartidos por toda la casa.
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    porque me parecía que los objetos, los objetos normales y corrientes, me hablaban con voces humanas
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    Verás, Clod —dijo Aliver—, en realidad somos nosotros los que tenemos unos nombres poco habituales. Es una tradición de nuestra familia. Nosotros, los Iremonger*, tenemos otra forma de llamarnos porque somos diferentes a los demás. Para poder distinguirnos de ellos. Es una antigua costumbre familiar: nuestros nombres son como los de los que viven lejos de aquí, más allá de los cúmulos, solo que algo deformados
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    Tras la reaparición de su alfiler, el Tío Abuelo Pitter quedó muy compungido y creo que nunca llegó a levantar cabeza tras la desgracia. Tanto escándalo, tantas acusaciones. Murió la primavera siguiente, mientras dormía, con el alfiler prendido al pijama.
    —Pero ¿cómo lo supiste, Clod? —preguntaban mis parientes—. ¿Cómo pudiste saber que el alfiler estaba allí?
    —Lo escuché hablar
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    Los ruidos me inquietaban; siempre estaba nervioso, asustado e irritable. Al principio no entendía las palabras de los ruidos. Por aquel entonces solo eran sonidos y crujidos, tintineos, chasquidos, golpes, estruendos, palmaditas, estallidos, retumbes, chirridos, gritos, gemidos, esa clase de cosas
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    Decían que yo era un niño extraño, infeliz, difícil, y que costaba mucho calmarme. Tenía cólicos infantiles. Cólicos a todas horas. Las institutrices no solían durar demasiado. «¿Por qué eres tan malo?», me decían. «¿Por qué no te tranquilizas?»
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    Lo único que oía eran nombres, solo eso, algunos pronunciados en susurros, otros con fuertes alaridos, algunos parecían melodías, otros gritos; algunos sonaban comedidos, otros muy orgulloso
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    La relación de cada uno con su objeto de nacimiento era un asunto muy complicado. Cuando yo miraba mi tapón de bañera, sabía que encajaba conmigo a la perfección
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