Miguel Sáenz

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    El tranvía vuelve a ponerse en marcha y comienza la siguiente gran ciudad. Hemos llegado a nuestro destino, muy parecido al lugar del que venimos. Se diría que ya no es posible desplazarse en el espacio, sino tan sólo en el tiempo, como si se tratara de la certera, inevitable y definitiva muerte del último trocito de tierra virgen.
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    En 1914 fue a la guerra, tranquilo, sin entusiasmo y sin miedo, porque sabía que su raro don no dejaría de producir efecto en los oficiales de un cuartel general. Durante cuatro años estuvo a veinte kilómetros del frente, en pueblos idílicos, junto a pucheros y hogares calientes, ante cantidad de alimentos sabrosos. A veces habla de aquellos tiempos, y siempre que lo hace añade: «Los oficiales de mi Estado Mayor comían mejor que combatían». Es el único aforismo que se le ha ocurrido y se le ocurrirá jamás, y no encierra un reproche, sino un elogio.
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    Grillparzer está felizmente enamorado. Sólo teme al otro sexo. Curioso descendiente de trovadores austríacos, invierte el mandamiento de los Minnesänger y ama antes de venerar: es un moralista, no un cortesano, del mismo modo que tampoco era cortesano en su actitud hacia el emperador. No era un adulador, prefería quedarse en silencio, y su mutismo era un reproche.
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    Amanece y el hombre pobre desearía poder prolongar la noche. Aunque es diciembre y el día empieza tarde, llega demasiado temprano para él. Los amaneceres son malos, pero al cabo de los años el hombre pobre ha comprendido que hay que superarlos porque el día aguarda. No todos los días son tan malos como su anticipo, los amaneceres. Algunos, aunque raros, han sido sorprendentemente favorables; otros, la mayoría, han sido decididamente malos. Sin embargo, al levantarse por la mañana no es posible saber cómo será el día.
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