Kathryn Skidmore Blair

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    “He visto pasar a tanta gente y tan pocas almas. Tú, princesa, eres un alma bella. Has sido la pincelada de felicidad del paisaje yermo de mi vejez. No tengo nada que dejarte, como no sea mi gratitud y mi amor. Con devoción, tu tío Beto”.
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    ¿Qué me impulsa hacia el foso? ¿Será porque tengo el estómago vacío? William James dice que somos los arquitectos de nuestro destino, pero, ¿cómo puedo basarme en esa vacuidad que me aspira hacia abajo?
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    —Yo no creo en absolutos, Albert. Sólo creo en las búsquedas.
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    —¡No es basura! Estoy tratando de comprenderme a mí misma. Quisiera comprenderte a ti. Quiero saber por qué estoy aquí, por qué me ha puesto Dios en este planeta.
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    —¿Y si fuera influenza? —los ojos de Antonieta estaban desorbitados de espanto. La terrible enfermedad había llegado en los barcos de Europa azotando a todo México, matando a jóvenes y viejos sin distinción.
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    Nuestro objetivo es provocar la controversia. Nuestros muros educarán a los analfabetos. Serán nuestra escuela. ¿No pueden verlo? El patio cobrará vida con el color. Será nuestro monasterio y en él se proclamará nuestra nueva religión.
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    Diego hablaba como pintaba, lanzando manchas de imaginería llena de colorido, un rico flujo de palabras pulverizadas para mantenerlas a tono con sus pensamientos.

    —Quiero mostrar las artes populares tal como son, las formas y colores bárbaros y salvajes.
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    Quería que Toñito comprendiera que la religión no estaba encerrada en una iglesia construida por los españoles. La religión siempre había guiado a México: el Sol, la Luna, el viento y el cielo eran movidos, todos ellos, por los dioses. La lluvia y las cosechas dependían de ellos, inclusive la vida misma. Para los españoles, Tláloc era sólo un trozo de piedra labrada. Para los aztecas era un símbolo de superviviencia al que tenían que apaciguar.
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    Yo sabía desde el principio que era un amor sin salida, pero no me importaba. Una corriente sensual nos comunica a Manuel y a mí. Me veo a mí misma más clara en sus ansiedades y sueños. Él es mi espejo, ¿entiendes?
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    Bueno, creo que se acepta generalmente en México que las mujeres son “buenas” y los hombres, villanos. Creo que la “bondad” no es más que pasividad. La mujer mexicana permite que la lujuria mexicana la pisotee, básicamente porque teme a los hombres. Mírelo usted desde la perspectiva de ella: ha sido adiestrada en la sumisión desde el nacimiento. Sometida al padre, a los hermanos y a todos los varones que la rodean. Como esposas, las mujeres mexicanas toleran y sufren. Estoy convencida de que sólo con educación será exorcizada la mujer mexicana de esa pasividad que la ha tenido encadenada por generaciones y generaciones —Antonieta sonrió—. Amén.
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