Era de madrugada en México y estábamos borrachos o modorros o directamente soñando, pero al día siguiente en los noticieros continuaban repitiendo los dos goles de Estados Unidos y el pueblo lloraba como si ondeara la bandera estadounidense en el Castillo de Chapultepec, como si hubiéramos perdido Texas, California, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah, pedazos de Colorado, Wyoming, Oklahoma y Kansas, prueba irrefutable de que contra todo pronóstico nuestra eliminación había sido real, y los comentaristas y los especialistas ya no estaban de acuerdo en que ese Mundial lo íbamos a ganar. Ya era, de hecho, materialmente imposible, y desde un estudio de televisión en Tokio o en Seúl, el más famoso analista mexicano de futbol criticó la arrogancia de Javier Aguirre, su mediocridad (no habló de sus axilas sudadas, de eso no), y ante millones de espectadores que esperaban su veredicto sentenció: «El verdadero redentor no es el iluso que desconoce el suelo donde pisa, sino el sabio que combina lo real y lo ideal en proporciones armoniosas». Y todos pensamos en Santo Tomás, ¡pinche Santo Tomás!, que nos había advertido desde el siglo trece que ni ese Mundial ni ningún otro lo íbamos a ganar.