Ann Radcliffe

Amaba a su hijo más por ser el último representante de dos casas ilustres, cuyo honor iba a reunir y sostener, que por un cariño de madre.

pero su orgullo lo cifraba todo en su cuna y su distinción, y no alcanzaba a la moral.

consolado por la certeza de estar cerca de la dueña de sus pensamientos,

a los que ningún lápiz podría hacer justicia

Será una separación terrible para las dos, y dolorosa, señor —volviéndose a Vivaldi—; porque ha sido una hija para mí, y yo he cumplido con ella, espero, todas las funciones de una madre. Así que juzgad cuál será su dolor cuando yo me vaya. Pero será misión vuestra aliviarlo».

Revela el misterio impenetrable

Que mantiene encendida la discordia entre tu alma y tú.

¿Es el poder, entonces —dijo Vivaldi—, la prueba infalible de la justicia? ¿Es moral obedecer cuando lo que se manda es ilícito? El mundo entero tiene derecho a la fortaleza, a la fortaleza activa de los que, como vos, se hallan situados entre la alternativa de refrendar una injusticia con su aquiescencia, o impedirla con su resistencia. ¡Ojalá vuestro corazón se expandiera hacia ese mundo, reverendo padre!

Ese lienzo que oculta su belleza

Como una nube tenue plateada por los rayos

Temblorosos de la luna, ¿crees que la oculta

a la mirada curiosa?

Así cantaba el rústico zagal a los arroyos y los robles

Mientras el alba callada avanzaba con grises sandalias.

Luego, el sol se extendió por los montes

Y se derramó en la bahía occidental…

Ahórrame la visión de esas lágrimas —dijo Vivaldi—, y el recuerdo de los incidentes que las ocasionan. ¡No me hagas pensar en mi madre mientras te veo llorar! ¡No me recuerdes que su injusticia y la crueldad te habían condenado a una vida de perpetua aflicción!