Anne Wiazemsky

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    tres adultos muy brillantes y una joven a la que consideraban su igual. ¡Era increíble! En mi familia estaba por una parte el mundo de los adultos y por otra el de los niños y los jóvenes, a quienes apenas tenían en cuenta. El rodaje con Robert Bresson el año anterior, mis vínculos privilegiados y diarios con él, me habían mostrado que se podía vivir de otro modo, que era digna de ser querida y respetada, no obstante mi edad y mi falta de experiencia.
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    Aquella afirmación referente a nuestros futuros ratos de después de cenar me emocionó, pues me pareció una prueba de su amor. Una vocecilla me susurró que corría demasiado y que había en él algo muy posesivo. No la escuché.
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    Muy pronto dispondría de las llaves de su piso y anhelaba que me instalase con él. Noche tras noche, le repetía que mi familia no lo consentiría nunca, que era menor de edad hasta que cumpliese los veintiún años y que por ello me hallaba bajo la tutela de mi abuelo. Cuando insistía demasiado, me enfadaba y regresaba a mi casa muy desmoralizada. En tales momentos, a veces pensaba que me quería mucho más que yo a él. Eso me hacía sentirme culpable tanto respecto a él como a mi familia. Me consideraba culpable, infantil, sin más deseo que salir huyendo.
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    El que fuera capaz de prescindir de él le hacía «sufrir atrozmente», según decía. Yo le echaba en cara su insistencia pero todavía más su ostensible voluntad de negarme la precaria libertad que le había pedido.
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    En el coche lloré por la violencia de JeanLuc, su odio y su desprecio. ¿Cómo podía ser tan tierno y al instante tan odioso? Él, ya avergonzado, me juró que no volvería a suceder nada semejante. Pero aquel día entreví una parte oculta de su persona que hube de soportar alguna que otra vez y que siempre odié.
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    Las trágicas imágenes de Italia impresionaban también a Jean-Luc, pero por distintos motivos. Le maravillaba observar la soberanía de la naturaleza sobre los hombres y la destrucción de todas aquellas obras maestras le entusiasmaba. «Tantos siglos de cultura barridos por el poder de las aguas, ¡cuán gran lección de modestia para nosotros los humanos, convencidos de que dominábamos el mundo! ¡Debería desbordarse también el Sena y sepultar el Louvre, el Grand Palais y todo lo demás!», repetía con una mezcla de provocación y de convicción.
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    El ginecólogo tenía un aspecto de burgués acomodado, ufano y seguro de sí mismo. Odié el examen a que me sometió tras un biombo y el tono paternalista con que se dirigió después a mi madre y a mí.
    –Esta joven debería ser más casta y usted más autoritaria. ¿No puede conseguir que ella...?
    –No –contestó mi madre secamente.
    El médico intentó argumentar, pero mi madre le cortó de inmediato la palabra.
    –Lo que opine usted nos trae completamente sin cuidado a mi hija y a mí. No hemos venido a que nos dé clases de moral. Hemos venido a que nos extienda una receta para que pueda tomar la píldora. –Sacó el talonario y una pluma–. Le pago, de modo que haga lo que le pido y, por favor, ahórrese los comentarios.
    En la calle, deslizó el brazo debajo del mío, riéndose conmigo del episodio con el ginecólogo.
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    –¡Muy bueno lo de copiar del vecino y culpar a los exámenes de generar frustraciones sexuales! Me imagino que ahora vais a empezar todos a hacer gilipolleces en Nanterre.
    –No se trata de hacer gilipolleces, Michel –protestó Jean-Luc–, se trata de organizarse y luchar.
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    Tomó la palabra Christiane, que no había dicho nada. Al ser madre de tres hijos, unos gemelos nacidos de un primer matrimonio y un niño de cinco años que había tenido con Francis, representaba cierta legitimidad para Jean Luc.
    –Si quieres que tu madre te respete, respétala tú también –concluyó–. ¿Anne?
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    Por más que Jean-Luc me hubiera hecho mujer, lejos de él volvía a ser una adolescente y contemplaba con inquietud mi imagen en el espejo.
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