Gabriela Soto Laveaga

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    Por consiguiente, la solución de Echeverría, una compañía paraestatal llamada Proquivemex, abrió sus puertas en 1975 con la ambiciosa misión de producir suficientes fármacos nacionales a partir de plantas medicinales mexicanas para competir con, y, en última instancia, remplazar a, los laboratorios transnacionales; pero además, y de manera novedosa, Proquivemex prometió representar y organizar a los campesinos mexicanos y educarlos en torno al tubérculo silvestre y, por extensión, a los rudimentos de la química.
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    Finalmente, como prometía el acta constitutiva de Proquivemex, los campesinos eventualmente controlarían el laboratorio estatal con la tarea de producir hormonas esteroides. En efecto, los campesinos ocuparían el espacio reservado a los científicos.
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    El ingenio de mexicanos marginados política y financieramente que usaron su conocimiento del barbasco para su beneficio emerge claramente de esta narrativa. De hecho, en la década de 1970, el barbasco se convirtió en otra herramienta de personas acostumbradas a explotar cualquier oportunidad disponible para lograr la legitimidad social. Por ejemplo, el hecho de que los campesinos viajaran a la Ciudad de México para encontrarse con el presidente de México o con los directores de las compañías farmacéuticas transnacionales para debatir el precio del barbasco alteró jerarquías sociales de la región que habían estado vigentes durante siglos.
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    La biopiratería, por su parte, es la explotación descarada del conocimiento tradicional y los compuestos químicos a través de medios legales, por lo regular mediante patentes.
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    En su lugar, han demostrado que la idea de un campesinado mexicano surgió después de la Revolución, cuando los subsidios del gobierno destinados al campo persuadieron a los ex vecinos, agraristas y peones a considerar la nueva etiqueta de campesino y acogerla con cautela. Según este argumento, para los campesinos, o para un Estado creador de mitos, esta construcción activa de una identidad campesina no se detuvo ni se volvió más lenta conforme avanzó el siglo; por el contrario, conforme el término adquirió una carga excesiva, las personas del campo buscaron de manera activa otras identidades más atractivas (por ejemplo, barbasqueros). Christopher Boyer plantea que una “herencia colectiva imaginada de este tipo puede ser una plataforma política poderosa sobre la que construir una nueva identidad social”.
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    Claramente, las mujeres participaron en el comercio de barbasco, pero la escasez de la presencia femenina en los registros históricos revela la terminante realidad de la jerarquía de la producción y el comercio de barbasco.
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    Cuando llegaba a comunidades con unas cuantas docenas de casas, como Cerro Concha, iba de puerta en puerta. Asimismo, en Jacatepec, donde pasé buena parte de mi tiempo, el dueño de una tiendita me dio permiso de sentarme afuera, y un residente del lugar me dejó sentarme en su porche. Desde estos sitios privilegiados podía preguntar a cualquiera que pasara caminando si había estado involucrado en el comercio de barbasco.
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    Las reformas liberales se dirigían tanto a las tierras que eran propiedad corporativa de la Iglesia como a las que eran propiedad comunal de los indígenas. Éstas se expropiaron y se vendieron a adinerados dueños privados.
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    Este cambio en la tenencia de la tierra dio origen a haciendas poderosas, fincas y plantaciones que concentraban miles de hectáreas de tierra fértil en las manos de una sola familia, por lo general mestiza, y transformó a miles de grupos indígenas en peones de tierras que antes eran suyas.
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    El clima es tan extremo que, en el verano, la temperatura suele alcanzar unos agobiantes 38 grados en la sombra. Por consiguiente, encontrar mano de obra para que trabaje en los fértiles valles ha sido una batalla continua de los terratenientes desde el siglo XIX. La escasez de mano de obra también fue una pesadilla en Valle Nacional, una de las microrregiones de la cuenca.
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