A partir del Renacimiento el hombre no se vio a sí mismo sólo como objeto de la naturaleza sino como su agente. Adquirió, poco a poco, dominio sobre ella, hasta alcanzar un enorme poder. Y empezamos a alarmarnos por su uso. En efecto, al transformar a su imagen el mundo en torno, el hombre no creó una morada de mayor pulcritud y belleza, no convirtió la naturaleza en espíritu, como soñaron los renacentistas. Porque su obra obedeció a la codicia y al afán de dominio, más que al amor y a la inteligencia. La naturaleza fue transformada en servicio de nuestras necesidades, es cierto, pero también fue socavada, expoliada, hasta inhabilitada como morada del hombre, fue sometida al capricho humano, reducida a simple instrumento de sus intereses.
La destrucción de la naturaleza por la técnica obedecía a una actitud más profunda: la degradación de los entes naturales en meros objetos. Al reducir el mundo a un material que debe ser dominado y transformado, las cosas dejan de tener un sentido intrínseco, sólo adquieren el sentido que el sujeto humano les atribuye. El hombre deja entonces de escuchar lo que tengan que decirle las cosas, para exigir que se plieguen al lugar que les señala en su discurso. El árbol solitario ya no es esa vida extraña cuyo sentido es desarrollarse en plenitud, florecer, albergar las aves, ofrecer sus ramas al sol, en comunión con la riqueza inagotable del universo; su sentido no le está dado por su relación con el todo. No, el árbol es ahora un caso que comprueba las reglas que mi razón ha descubierto, o bien es un espécimen que puedo medir, calcular, ordenar según mis categorías; de cualquier modo es una instancia que cae en alguna de mis clasificaciones. Es también un útil: madera para cortar, soporte para edificar, adorno tal vez para disfrutar. En realidad ni siquiera pregunto si su vida tiene un sentido propio, no trato de escucharlo, porque sé que sólo es un material dispuesto a revestirse del sentido que yo le presto.[1]