Por ese tiempo el Merca se había hecho muy amigo de unos jóvenes escritores, y entonces nos reuníamos en su cuartico. La cosa marchaba bien. Ellos leían, fumaban mariguana y hablaban mal del gobierno, cosas normales, sólo que a mí no me parecía extraordinario. No sé por qué siempre tuve la impresión de no pertenecer a ninguna parte. Me parecía que en Cuba la literatura la escribían los políticos, el resto eran redactores, colocaban signos de puntuación, le daban un título y voilá, la literature. No sé si sería la carencia de un periodismo verdadero, pero se me antojaba que los escritores hacían periodismo. Nadie contaba historias. Todos decían lo que yo podía ver con sólo asomar las narices fuera de mis paredes. Hablaban de gente fugándose en balsa de la isla, jineteras en las noches de La Habana, el dólar que subía y subía, la esperanza que bajaba y bajaba. Resultaba aburrido. Claro que esto no se lo decía a ninguno porque no era capaz de escribir lo que quisiera escuchar. Yo simplemente la pasaba bien, gracias a la mariguana y a que todos resultaban bastante divertidos.