Estas últimas se materializaron en las marcas que evidencian la lectura, en forma de subrayados, marginalia (Jackson, 2005), fichas, borradores y todo un conjunto de información menos estable, en forma manuscrita. En ocasiones, esa información se usaba para intervenir el objeto-libro, adhiriéndola en el interior de sus cubiertas, inscribiéndola directamente sobre la portadilla, la contraportada o las páginas de cortesía, o era almacenada en archivos y ficheros personales creados al efecto, y luego circulada por redes de correspondencia entre los estudiosos. En este contexto, el libro entendido de manera tradicional como objeto físico acumulado en estantes se transforma en un artefacto que interactúa con, y es intervenido por, otras manifestaciones