Esperanza no sabía ese tejemaneje, creía en la virtud azul de los ojos de Florián, en sus diez años, en su timidez, en su voz quejosa ejercitada en pedir limosnas. No hubiera admitido ni siquiera el sufrimiento o el hambre de un chico que se hace la rabona pidiendo limosna con un ojo voluntariamente tuerto. Hubiera visto a ese chico desmenuzarse debajo de un ómnibus, morirse de hambre en una esquina, suicidarse con un cuchillo sucio de cocina: no hubiera dado un paso por salvarlo. Sólo la virtud inocente de los ojos de Florián, igual a los ojos de un Niño Jesús, le ganaba el corazón, hasta hacerlo sentar a veces sobre sus escasas faldas a las doce de la noche cuando estaba sola. Entonces, creyendo salvarlo de su familia, le enseñaba oraciones que venían escritas detrás de las estampas, con veinte, cuarenta, cincuenta días de indulgencias.