El culto desmedido de lo pretérito ha llevado al Viejo Continente a ignorar, desde hace mucho tiempo, lo que constituye realmente una cultura viviente. El francés, el italiano, el español, me han parecido siempre individuos que al avanzar por un camino, tuviesen el cuerpo andando por el kilómetro cincuenta, y la cabeza a remolque por el kilómetro diez. Porque es curioso observar que cuando el hombre de Europa se encuentra ante un hecho nuevo o la manifestación de un espíritu realmente original, lo juzga siempre comparativamente, en función de nociones preestablecidas, ideas generalizadas o tradiciones aún vigentes. De ahí que el público europeo, cada vez que entra en contacto súbito con un creador absolutamente personal, con un artista certeramente independiente, se estima siempre superior a él, estando convencido de que este solo aspira a «tomarle el pelo», sorprenderlo, «epatarlo», etc., etc.