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Montserrat del Amo

Rastro de Dios y otros cuentos

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    SE llamaba Rastro de Dios. Así lo había apuntado San Miguel, capitán de todos los Angeles, al final de su lista. Porque San Miguel tuvo que hacer una lista con los ángeles fieles, y apretar las filas de su ejército, para que no se notase el hueco que habían dejado los ángeles malos.
    A todos les puso su nombre, empezando por Gabriel, el ángel que Dios había creado para anunciar al mundo la más importante noticia, y después apuntó a Rafael, que había de acompañar a Tobías en su viaje, y que desde entonces se cuidaría de conducir, sanos y salvos, a todos los viajeros.
    Y así fue poniendo a todos su nombre hasta que solo quedaba uno: un ángel chiquitín y torponcillo, que no sabía apenas volar.
    San Miguel había encargado a un ángel grande y fuerte, que se llamaba Fortaleza de Dios, que le enseñase; pero todo fue inútil. Él solo sabía volar en el rastro luminoso que dejaba Dios a su paso: como una callecita de luz. Allí sí; allí el ángel chiquitín extendía las alas, y volaba sonriendo feliz; pero en cuanto se descuidaba un poquito y se salía de las huellas de Dios, o se retrasaba demasiado y perdía la luz, sentía un peso de plomo en las alas y empezaba a caer, a caer, hasta que algún ángel lo recogía, y volvía a colocarlo en la callecita, donde el ángel chiquitín volaba feliz, sintiéndose seguro como un niño en su cuna.
    Por eso, cuando San Miguel-Capitán hizo su larga lista con el nombre de todos los ángeles, escribió el último: Rastro de Dios, para que así se llamase en adelante el ángel chiquitín.
    Y dijo San Miguel:
    —Ten cuidado, Rastro de Dios, y no te apartes de sus huellas, porque Dios va a crear el mundo y los hombres nos darán mucho trabajo, y, si te caes, tal vez no podré mandar un ángel para que te recoja.
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