Tras la guerra, una enorme oleada de cartas atravesó nuestro país. Olas más pequeñas se desprendieron de la corriente principal en busca de direcciones inexistentes y destinatarios difuntos; perseguían a los que habían cambiado su lugar de residencia por propia voluntad o en contra de la misma, los que se habían trasladado a otras ciudades o incluso muy lejos al este, casi hasta Siberia —aunque en estos casos extremos la carta se rendía enseguida—. Guiándose por una lista secreta de destinatarios y remitentes sospechosos, había que ir sacando las cartas más peligrosas, ponerlas a un lado y entregárselas a un hombre con abrigo de cuero