Sócrates, Jesús, Buda

toda meditación debe comenzar por una intención compasiva hacia todos los seres sufrientes.

He tenido la ocasión de encontrarme una docena de veces con Tenzin Gyatso, el decimocuarto y actual Dalai Lama, y he de confesar no haber sentido jamás tal fuerza de compasión en ningún ser humano.

El amor-eros está perfectamente identificado por Buda, pero lo señala como algo que trae sufrimiento y, en este sentido, lo condena de modo absoluto.

Como he mencionado en otra obra66, la muerte de Jesús es consecuente con su mensaje: invierte los valores sociales precedentes –«los primeros serán los últimos»–, eleva a los humildes, se dirige prioritariamente a los pobres y los excluidos, encumbra a los niños, a sus discípulos les lava los pies, revela lo más íntimo de sus enseñanzas a una mujer extranjera y pecadora, y muere de la manera más degradante que pueda haber, crucificado como un criminal.

Su enseñanza, como hemos visto en el capítulo sobre la verdad, apunta incluso a erradicarlo.

El amor al prójimo está por encima de las leyes religiosas: «¿Quién de vosotros, si su hijo o su buey cae en un pozo, no lo saca inmediatamente aunque sea en sábado?», pregunta Jesús para justificar sus transgresiones del día de descanso sagrado de los judíos a la hora de realizar curaciones (Lc 14,5).

Jesús murió dando testimonio de la verdad del amor como don de sí.

Es el espíritu de los evangelios (“ama y haz lo que quieras”64) por el que Cristo nos libera de la ley, explica Spinoza, no aboliéndola... sino llevándola a cabo... confirmándola e inscribiéndola para siempre “en el fondo de los corazones”»65.

El amor del que habla, el agape, está calcado del modelo divino: es un amor que es pura benevolencia.

El amor crístico ya no es un sentimiento natural ni un sentimiento compartido, se convierte realmente en un mandamiento universal que nos ordena amar a todo ser humano como Dios lo ama, como Dios nos ama.