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Jorge Volpi

La guerra y las palabras

  • Victor Avilés Velazquezhar citeretsidste måned
    desde principios de los años setenta tanto las misiones catequísticas dirigidas por la diócesis de San Cristóbal -encabezada por Samuel Ruiz, uno de los personajes centrales de esta historia-, como los diversos grupos maoís-tas que comenzaron a penetrar en la zona en esa misma época apoyaron el traslado de indígenas de otras regiones del estado -principalmente de los Altos- hacia la zona de la selva. Como en aquel momento su misión pastoral y evangelizado-ra se hallaba muy próxima de la teología de la liberación, el obispo Samuel Ruiz estaba convencido de que la Biblia era un libro escrito para los “pobres”, y que por tanto los indíge-nas chiapanecos podían identificarse sin dificultades con el antiguo pueblo hebreo, constantemente perseguido por sus enemigos.
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    La cuarta región [de Chiapas], la del Altiplano Central, más conocida como los Altos de Chiapas, tiene como eje la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, que se llama así para preservar la memoria del primer gran defensor de los indios en este continente, fray Bartolomé de las Casas. Alberga los asentamientos más tradicionales de al menos dos de las principales etnias de Chiapas, los tzeltales y los tzotziles y es una de las tres zonas con mayor densidad demográfica. En los Altos de Chiapas se encuentra la elevación más alta, de casi tres mil metros, el Tzontehuitz, sede de muchos relatos tradicionales de los tzotziles. Los Altos y una quinta región, la que corresponde a las Montañas de Oriente, donde se asientan las cañadas selváticas de la Lacando-nia y cuya altitud va decreciendo conforme el territorio se acerca al otro gran río del estado, el Usumacinta, constituyen las dos regiones más importantes en el desarrollo del EZLN.
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    Por si este nuevo escándalo no fuera suficiente, 1994 todavía nos depararía una última calamidad, acaso la más grave para la mayor parte de la población. Tras la toma de posesión de Ernesto Zedillo el 1° de diciembre, la pésima conducción de la crisis económica por parte del nuevo secretario de Hacienda, Jaime Serra Puche, provocó que el peso mexicano se desplomase bruscamente y que los inversores extranjeros retirasen millones de dólares del país, generando una gravísima debacle económica, bautizada con el eufemismo “error de diciembre”. Las tasas de interés se dispararon a la alza, ahogando a los deudores, y el nivel de vida se derrumbó de manera imparable.

    Tras el alzamiento zapatista, los homicidios políticos y el triunfo del PRI en las elecciones, la crisis económica dejaba a México transformado en el peor de los mundos posibles. Pero también en el escenario de una terrible y apasionante novela.
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    En un acto que sus críticos imaginaron astuto pero que en realidad se tornó fatídico, Salinas accedió a los ruegos de Ca-macho Solís y lo nombró comisionado para la paz y la reconciliación en Chiapas, rehabilitándolo como posible sustituto de Colosio. Como señaló el historiador Enrique Krauze, Co-losio era el candidato perfecto en un ambiente de tranquilidad, pero no tenía el temperamento para enfrentarse a una situación tan adversa como la generada por la revuelta en Chiapas. Al resucitar a Camacho, Salinas dejó a su sucesor designado en una situación de debilidad extrema.
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    Aunque ya sea del conocimiento común que bajo su máscara se esconde un antiguo estudiante de filosofía, de nom-bre Rafael Sebastián Guillén Vicente, originario del estado norteño de Tamaulipas, su carácter mítico continúa incólume. Durante meses el gobierno estuvo obsesionado por averiguar su verdadera identidad, creyendo que con ello disminuiría su atractivo, y en 1995 el procurador general de la República dio a conocer en una esperpéntica ceremonia televisiva sus apellidos y su curriculum, pero esta acción no tuvo el efecto deseado; por el contrario, levantó todavía más, si cabe, la popularidad del prófugo.
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    Irónico y fiero, agudo e ingenioso cuando se lo propone, cursi y ramplón en muchas ocasiones, y dotado de un extraño carisma que lo hace parecer inocente y taciturno, capaz de seducir por igual a los periodistas y a las mujeres, el subcoman-dante Marcos es sin duda el protagonista central de estas páginas. Para decirlo claramente: se trata de uno de los mejores personajes creados por la imaginación latinoamericana, tan sólido como doña Bárbara o Pedro Páramo, tan vivo como los Buendíay tan contradictorio como los personajes de Martín Luis Guzmán, Carlos Fuentes o Héctor Aguilar Camín. Desde la mítica muerte del Che Guevara en los sesenta, ningún per-sonaje público del continente había logrado atraer sobre sí una carga afectiva y simbólica tan variada y poderosa como la obtenida por él.
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    A diferencia de otros guerrilleros latinoamericanos, el subcomandante no parecía un obtuso comunista sin ideas propias, sino un hombre inteligente y astuto con el que era posible dialogar: muy pronto sus interlocutores se dieron cuenta, regocijados, que el subcomandante era, al igual que ellos, un intelectual. Tras leer sus primeros comunicados, Carlos Fuentes no dudó en afirmar que Marcos “había leído más a Carlos Monsiváis que a Carlos Marx” y, un poco más tarde, Octavio Paz reconoció que Durito, el personaje de escarabajo-caballero andante creado por el líder zapatista, era “una invención memorable”.

    Desde luego, el subcomandante no es el único guerrillero que se ha considerado a sí mismo como un miembro de la in-telligentsia, pero sí es el primero que logra ser aceptado como un interlocutor permanente por todos los sectores de la sociedad. Numerosas figuras públicas se han asumido como sus apasionados defensores -el espectro va de la escritora Elena Po-niatowska al premio Nobel José Saramago, de la actriz Ofelia Medina al cineasta Oliver Stone, o de la antigua primera dama francesa Danielle Mitterrand al cantante Joaquín Sabina-,1 mientras que otros, más cautelosos, sólo han aceptado ser sus corresponsales; pero incluso quienes se han mostrado más crí-ticos con sus ideas no han vacilado a la hora de reconocer la eficacia política de su prosa. En cualquier caso, todos ellos han contribuido a legitimar la lucha del EZLN y a permitirle una capacidad de comunicación que no ha disfrutado ningún otro movimiento armado en América Latina desde la Revolución cubana.
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    A Marcos le corresponde, pues, el mérito de renovar el arte epistolar en México. Desde su escondite “en algún lugar de las montañas del sureste mexicano”, se dedicó a enviar cartas a diestra y siniestra a todos los escritores y políticos progresistas, la mayor parte de los cuales no tardó en responderle. En sus modélicas posdatas -largos excursos, ácidos y divertidos, al final de páginas más serias y aburridas-, Marcos tejió una red de complicidades y guiños con sus corresponsales, provocando un alud de textos imprescindibles para valorar el encanto universal del zapatismo. Más allá de sus limitaciones en otros terrenos, el subcomandante puso en marcha un verdadero diálogo público; si un mérito puede concedérsele, fue el de activar una verdadera polémica no sólo en torno a los orígenes y los objetivos del alzamiento, sino sobre todos los aspectos de la vida contemporánea.
  • Victor Avilés Velazquezhar citeretsidste måned
    A través de sus manifiestos y comunicados, el EZLN se em-peñó en convertirse en un interlocutor válido de la sociedad mexicana. La Declaración de la Selva Lacandona buscaba legitimar su lucha y, para lograrlo, recurría a numerosos argu-mentos, no sólo históricos y políticos -la injusticia ancestral sufrida por el pueblo mexicano y en especial por los indígenas- sino, lo que es más notable, fundamentalmente metafóricos y literarios. Los zapatistas sabían que la primera reacción del gobierno contra un grupo guerrillero sería la descalificación ideológica y por ello buscaron desesperadamente el respaldo de la opinión pública. Para alcanzar esta meta, no sólo necesitaban una fuerza retórica excepcional o un talento innato para seducir a los medios, sino también una poderosa imaginación literaria: por fortuna, el subcomandante Marcos reunía ambas virtudes.
  • Victor Avilés Velazquezhar citeretsidste måned
    quedó claro que el EZLN se preparaba para una larga guerra verbal y simbólica contra el gobierno. Aunque no haya que subestimar el carácter armado del movimiento, desde el alto unilateral al fuego decretado por Salinas el 12 de enero, la lucha entre ambos bandos se volvió eminentemente verbal: la guerra convertida en un combate retórico.
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