Lo vi como si lo viese por primera vez y me pregunté cuántas veces a lo largo de una relación o de una vida vemos a una persona conocida por primera vez. Sabía la respuesta: cada vez que, durante unos segundos o para siempre, la dejábamos de amar. Hombres que casi tocaban el cielo se volvían liliputienses, torsos parecidos a hermosos troncos de árboles centenarios se abultaban y deformaban incomprensiblemente, silencios profundos se volvían una señal inequívoca de vacuidad y de falta de imaginación. Y no solo eso: las camisetas de algodón del ser amado que nos habíamos puesto durante tantas noches para dormir de pronto nos irritaban la piel, sus vaqueros viejos favoritos se transformaban en pingajos asquerosos que había que tirar a la basura. Y aquel desmoronamiento no solo tenía lugar en nuestra imaginación, ocurría también ante los ojos del otro, que, sin poder hacer nada para remediarlo, iba siendo desposeído de partes de su propio cuerpo y de su personalidad que iban cayendo al suelo y rompiéndose en mil pedazos.