No puedo equivocarme: sé que el estreno de la Sinfonía Visceral sería un momento decisivo, ya que así, y sólo así, el público, tradicionalmente pasivo y reducido al leve crujido de los papelitos de los caramelos de menta, tomaría —¡por fin!— la iniciativa y, en la función de autoorquesta, efectuaría el retorno a sí mismo, entregándose con ardor a la desmitificación universal, la consigna de nuestro siglo.