No hay jardín en esa casa de playa que la niña María Milagros ausculta un día de sol ardiente, acaso en sedienta espera, sin sospechar las resonancias que una naturaleza aguerrida tendrá en la formación de su subjetividad. Entonces tiene diez años, es extremadamente observadora y muestra un especial apego a la soledad, al silencio y a su autonomía. Desconoce aún que esa conducta aloja el embrión de un despertar que tendrá varias etapas.