Retén el beso

El amor es, si acaso, más bien una forma de regresión psíquica: volvemos a ser niños que idealizan al Otro o le reprochan el no ser tan ideal como les habría gustado que fuera. Las escaramuzas del amor repiten las escaramuzas de nuestros más remotos fantasmas infantiles.

amor es, si acaso, más bien una forma de regresión psíquica: volvemos a ser niños que idealizan al Otro o le reprochan el no ser tan ideal como les habría gustado que fuera. Las escaramuzas del amor repiten las escaramuzas de nuestros más remotos fantasmas infantiles.

En definitiva, la experiencia del inconsciente nos enseña que el amor nunca es amor por lo Nuevo, sino solo la réplica de un mismo amor –el amor por la madre– que condena a repetir, en idéntica forma, la decepción de lo Mismo.

En definitiva, la experiencia del inconsciente nos enseña que el amor nunca es amor por lo Nuevo, sino solo la réplica de un mismo amor –el amor por la madre– que condena a repetir, en idéntica forma, la decepción de lo Mismo.

todo enamoramiento –alimentado por el fantasma narcisista– tiende a desaparecer con la primera decepción, ante la primera experiencia de no coincidencia entre el amado tal como es en realidad y su representación ideal-narcisista

El amor, para Freud, va siempre acompañado por fantasmas narcisistas. Es una pasión engañosa, efecto de una ceguera del sujeto enamorado que sobrestima el objeto de su pasión para exaltarse a sí mismo; en conclusión, un espejismo

Freud no creía en absoluto en el milagro del amor. Consideraba que no era más que el fruto ilusorio de una pasión narcisista del Yo por sí mismo o, mejor dicho, por su ideal narcisista. Amar no significa más que adorar la propia imagen ideal encarnada por el amado. Cuando digo «te amo», estoy diciendo que «me amo a mí mismo a través de ti», estoy diciendo que «me amo en ti», que «me amo a mí mismo», que «amo en ti a mi Yo».

Cada vez que te digo «te quiero» sobrentiendo –los amantes sobrentienden–, contra toda evidencia racional y contra la propia experiencia más común, que «será para siempre». La promesa de amor es, en efecto, una promesa que no tiene miedo a evocar la eternidad: «Nuestro amor será para siempre».

Decir «te amo»

en todas las épocas y en todas las latitudes, el nacimiento de un amor desafía al tiempo porque todo el que es digno de ese nombre aspira a ser «para siempre», aspira a hacer eterna su pasión.

Por un lado, está el fuego del enamorado y, por el otro, la presencia afectuosa del padre o del marido; por un lado, el erotismo de la amante y, por el otro, los cuidados esmerados de la esposa o la madre. Una parte arde, la otra perdura. ¿No es acaso esa una de las paradojas más decisivas del amor?