Bastien, a pesar del rencor y el disgusto que le provocaba imaginarse sucio de esa manera —pisando y viviendo en Alemania, sí, y aún peor, ¡en Berlín!—, se dio cuenta de que una llama de emoción se había encendido de golpe en su interior. Llenaba el espacio que había perdido con la derrota francesa, y no el de su pierna. Ese más hondo, lleno de indignación y orgullo herido.