Los charros, hijos de insurgentes, no podían sino intuirlo, insurgir a su modo, lanzar un nuevo grito de independencia cuyas notas más puras volverían a escucharse muchas veces —sordas, amorfas, intuitivas— en la rebeldía intermitente de los campesinos que en nuestro siglo siguieran aspirando al ideal modesto de disfrutar en paz de sus tierras y del fruto de su trabajo.
Los personajes de Inclán ignoran hasta el nombre de los encumbrados políticos que allá, en la ciudad de la Bulli-Bulli, rigen y aderezan el mundo irreal y lamentable de sus papeles, sus discusiones, sus intrigas, Inclán los conoce, pero no desciende a nombrarlos. Sabe cuán fútil, transitoria, postiza, efímera, es su contribución a la que él tiene —en su experiencia— por verdadera y propia felicidad de los mexicanos.