rodeó el rostro con sus manos grandes y castigadas; deslizó los dedos alrededor del cuello esbelto, se aproximó. Con ansia primaria fundió sus labios con los de Soledad Montalvo en un beso grandioso que ella aceptó sin reservas; un beso que contenía todo el deseo embarrancado a lo largo de los días y toda la abismal angustia que le estrangulaba el alma y todo el alivio del mundo porque al menos una, una única cosa entre las mil calamidades que lo acuciaban como espolones, había salido bien.