—¿Y qué harías si no vuelves?, —le preguntó.
—¿Cómo así?
—Sí, a dónde irías, cuál es tu wonder land.
En realidad, ahora que lo pensaba, Orestes nunca había imaginado que no volvía. Había imaginado que volvía, pero a una vida que no era la suya. Era parecida, pero no era la misma. Vivía en la misma casa, pero no tenía mujer, ni una hija muerta ni otra viva. Tenía un pez de colores en la sala y muchos libros en la biblioteca: libros muy respetables, escritos por él, que ya no se llamaría Orestes —nadie que se llamara Orestes podía escribir libros respetables.