Mashenka

»¡Dios mío, qué lejos están aquellos días de esplendor en que nos amábamos…! Igual que tú, pienso que volveremos a vernos, pero ¿cuándo?, ¿cuándo?

»Te quiero. Ven a mi lado. Tu carta me ha producido tal alegría que aún estoy medio loca, de felicidad…».

¿Vendrás y nos veremos? ¿Imposible? Bueno, es horrible. Pero ¿a lo mejor puedes? Qué tonterías escribo, ¿cómo puedo pensar que hagas el largo viaje hasta aquí, sólo para verme? ¡Cuánta vanidad! ¿No crees?

Dices que darías cuantos días de vida te quedan a cambio de un instante de nuestro pasado, pero yo creo que sería mucho mejor que nos volviéramos a ver y pudiéramos comparar.

No sé si tú y yo volveremos a vernos, pero quisiera que jamás me olvidaras».

Quizá tan sólo lo hacían para avivar su amor con agridulces recuerdos, pero quizá se daban cuenta de que, verdaderamente, el más dulce período de su felicidad había ya terminado.

Las sombras se proyectaban en direcciones contrarias a las usuales, formando combinaciones anormales para la vista de los que conocen las sombras nocturnas, pero no están acostumbrados a las de la aurora.

Hubiera querido decir que ya nunca vería París, y menos aún su patria, que toda su vida había sido estúpida y estéril, y que ignoraba para qué había vivido y por qué moría.

»Pero hoy es primavera y mimosa venden,

te traigo un ramo, frágil como un sueño,

porque en todas las esquinas la ofrecen.

Era conmovedor y maravilloso que sus cartas consiguieran cruzar la terrible Rusia de aquellos días, como blancas mariposas volando por encima de las trincheras.

todas aquellas cosas insignificantes pero en cierto modo inapreciables que tan conocidas nos son a la vista y al tacto, y cuya única virtud radica en que permiten que la persona condenada a huir sin cesar se encuentre como en su casa, aunque la sensación sea muy leve,