La Juguetería Mágica

–Hay una gran luna –dijo–. He dejado plumas por todo el camino. Vi a un hombre con un perro y me asusté y me escondí detrás de una cerca. ¿Quién saca a pasear a su perro a esas horas de la noche? Debía de estar loco.

El día de su boda cayó sobre ella una cosa terrible, una especie de maldición: el silencio.

Melanie nadaba como un pez ciego y sin oídos en un mar de sedantes en el que no había tiempo ni memoria, sino sólo sueños. El verano se transformó en otoño antes de que emergiera a la superficie.

Y lo peor era que había perdido la gracia. Milagrosamente, la caída no había afectado a su integridad física, causando heridas internas o externas, pero sí a la belleza de sus movimientos

Melanie se sentía como esa amiga de las películas de Hollywood que persuade a la mecanógrafa para que se quite las gafas y se maquille. Era tan fácil como eso.

puerta del armario se abrió y reveló el vestido, gris y rígido como la mujer de Lot después de mirar hacia atrás. Melanie sintió un temor supersticioso del vestido gris. Si tía Margaret se lo ponía, nada saldría bien: las figuras de la foto revivirían o tío Philip volvería temprano con una ametralladora.

Las fotos son fragmentos de tiempo que podemos apresar con la mano;

Hay una gran luna –dijo–. He dejado plumas por todo el camino. Vi a un hombre con un perro y me asusté y me escondí detrás de una cerca. ¿Quién saca a pasear a su perro a esas horas de la noche? Debía de estar loco.

El demonio tenía la antigua cara sonriente de Finn.
«De modo que aquí vino a parar la sonrisa de Finn», pensó Melanie. «Se la quitó de la cara y la estampó en la tela». Finn nunca volvería a sonreír.

–¿No es terrible? –dijo él–. Ésta es una casa de locos. Y él me está volviendo loco.