Mamá, por supuesto, me creyó. No tenía por qué no creerme y, además, las mamás les creen a sus hijos. Hay mamás que creen a sus hijos para creerse a sí mismas –porque no creerles significaría aceptar que fueron incapaces de enseñarles a decir la verdad, y eso cuestionaría su propia capacidad para decirla o, al menos, para enseñar eso o cualquier otra cosa–; hay mamás que creen a sus hijos por comodidad –porque no creerles implicaría un esfuerzo tremendo para tratar de separar cada vez la verdad de la mentira y una espiral de desconfianza que terminaría por pudrir su relación con sus hijos y entonces la mamá, prudentemente, decide que es mejor creerle cualquier cosa, hasta la más inverosímil–; hay mamás que creen a sus hijos por orgullo –porque no aceptan que uno de su sangre sea un mentiroso redomado– o por desprecio –porque no imaginan que ese huevoncito culicagado lloriqueador empedernido pueda ser de pronto alguien con la inventiva necesaria para decir mentiras– o por idiocia –porque nunca fueron capaces de distinguir mentiras y verdades– o por escepticismo –porque han decidido que la verdad y la mentira se parecen demasiado y, por lo tanto, no tiene sentido tratar de diferenciarlas en general y, menos aún, cuando las dice su hijo– o por otras razones: por lo que sea, las mamás les creen a sus hijos casi siempre.