José Ingenieros

El hombre mediocre

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    El hipócrita no aspira a ser virtuoso, sino a parecerlo; no admira intrínsecamente la virtud, quiere ser contado entre los virtuosos por las prebendas y honores que tal condición puede reportarle. Faltándole la osadía de practicar el mal, a que está inclinado, conténtase con sugerir que oculta sus virtudes por modestia; pero jamás consigue usar con desenvoltura el antifaz.
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    No diremos por eso que el virtuoso es infalible. Pero la virtud implica una capacidad de rectificaciones espontáneas, el reconocimiento leal de los propios errores como una lección para sí mismo y para los demás, la firme rectitud de la conducta ulterior. El que paga una culpa con muchos años de virtud, es como si no hubiera pecado: se purifica. En cambio, el mediocre no reconoce sus yerros ni se avergüenza de ellos, agravándolos con el impudor, subrayándolos con la reincidencia, duplicándolos con el aprovechamiento de los resultados.
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    A los que dicen: «no hay tonto malo», podría respondérseles que la incapacidad de mal no es bondad. Aún está por resolverse el antiguo litigio que proponía elegir entre un imbécil bueno y un inteligente malo; pero está seguramente resuelto que la imbecilidad no es una presunción de virtud, ni la inteligencia lo es de perversidad.
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    Admitamos que la primera vez se ofende por ignorancia; pero creamos que la segunda suele ser por villanía. El mal no se corrige con la complacencia o la complicidad
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    Son simples beneficiarios de la mediocridad moral que les rodea. No son asesinos, pero no son héroes; no roban, pero no dan media capa al desvalido; no son traidores, pero no son leales; no asaltan en descubierto, pero no defienden al asaltado
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    Las mediocracias de todos los tiempos son enemigas del hombre virtuoso: prefieren al honesto y lo encumbran como ejemplo. Hay en ello implícito un error, o mentira, que conviene disipar. Honestidad no es virtud, aunque tampoco sea vicio. Se puede ser honesto sin sentir un afán de perfección; sobra para ello con no ostentar el mal, lo que no basta para ser virtuoso. Entre el vicio, que es una lacra, y la virtud, que es una excelencia, fluctúa la honestidad.
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    Borran de la historia que el más sabio y el más virtuoso de los hombres, Sócrates, bailaba.» Esta aguda advertencia de Montaigne, en los Ensayos, mereció una corroboración de Pascal en sus Pensamientos: «Ordinariamente suele imaginarse a Platón y Aristóteles con grandes togas y como personajes graves y serios. Eran buenos sujetos, que jaraneaban, como los demás, en el seno de la amistad. Escribieron sus leyes y sus retratos de política para distraerse y divertirse; ésa era la parte menos filosófica de su vida. La más filosófica era vivir sencilla y tranquilamente.» El hombre mediocre que renunciara a su solemnidad, quedaría desorbitado; no podría vivir.
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    «Ser tonto, egoísta, y tener una buena salud, he ahí las tres condiciones para ser feliz. Pero si os falta la primera todo está perdido».
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    El concepto de la normalidad humana solo podría ser relativo a determinado ambiente social; ¿serían normales los que mejor «marcan el paso», los que se alinean con más exactitud en las filas de un convencionalismo social? En este sentido, hombre normal no sería sinónimo de hombre equilibrado, sino de Hombre domesticado
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    Las rebeldías románticas son embotadas por la experiencia: ella enfrena muchas impetuosidades falaces y da a los ideales más sólida firmeza. Las lecciones de la realidad no matan al idealista: lo educan.
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