Antonio Santa Ana

Los ojos del perro siberiano

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    Ayer volví, después de tantos años, al río.

    El agua, las piedras, los árboles, el viento, son los mismos.

    Yo ya no soy el mismo.

    Ya no me pregunto cómo será mi destino.

    Le debo a Ezequiel el haberme enseñado que la vida no es más que eso: Asomar la cabeza, para ver qué pasa afuera, aunque haya tormenta.
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    Ninguna enfermedad te enseña a morir. Te enseñan a vivir. A amar la vida con toda la fuerza que tengas.
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    El día del entierro comprendí por qué en las películas los funerales se filman siempre con lluvia. En el cementerio donde lo enterraron los pájaros cantaban, había flores, el césped brillaba. Comprendí que la luz del sol es despiadada, son las sombras las que nos protegen.

    Ningún gesto se escapa de la vista de los demás. Ningún rictus de dolor. Con tanta luz, tanta claridad, era más dramática aún la idea de la muerte.
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    «Para oír, hay que callar».
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    Siempre, lo primero que busco en los libros son las huellas del otro, del que me los alcanza.
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    Yo creo que eso es lo que hace a las relaciones con los demás tan interesantes, esa certeza que, aunque nos lo propongamos, nunca los vamos a conocer del todo.
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    Siempre hay una zona de cada uno que permanece a oscuras, alejada por completo de los demás. Una zona de pensamientos, de sentimientos, de actividades, de cualquier cosa. Pero siempre hay un lugar de nosotros en el que no dejamos que entre nadie más.
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    Los únicos ojos que me miran igual, en los únicos ojos que me veo como soy, no importa si estoy sano o enfermo, es en los ojos de mi perro.
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    Lo que sé es que la tristeza de ellos iba y venía; la mía parecía estar cosida a mis pies.
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    No lo odiaba, pero era un sentimiento sumamente confuso. Supongo que hay un momento de la vida en que nuestros padres se nos revelan tal cual son. Sin secretos.
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