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Bøger
Honoré de Balzac

La muchacha de los ojos de oro

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    El hombre de dinero pesa a todas horas a los vivos; el hombre de los contratos pesa a los muertos; el hombre de ley pesa la conciencia. Como se ven en la obligación de hablar continuamente, todos sustituyen la palabra a la idea, la frase al sentimiento, y el alma se les vuelve laringe. Se desgastan y se desmoralizan. Ni el gran negociante, ni el juez, ni el abogado conservan el recto sentido: ya no sienten, aplican las normas, que fuerzan las especies. Los arrastran sus torrenciales existencias y no son ni maridos, ni padres, ni amantes; resbalan en trineo por las cosas de la vida y, a todas horas, viven al empuje de los negocios de la urbe.
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    Un fatuo que se ocupa de sí se ocupa de boberías, de cositas menudas. ¿Y qué es la mujer? Una cosita menuda, un conjunto de boberías. ¿No se la tiene ocupada durante cuatro horas con dos palabras dichas sin ton ni son? Tiene la seguridad de que el fatuo va a estar pendiente de ella, puesto que no tiene en la cabeza cosas trascendentes. Nunca la descuidará por atender a la fama, la ambición, la política, el arte, esas grandes rameras que ella tiene por rivales. Y, además, los fatuos tienen el valor de po­nerse en ridículo para agradar a la mujer; y el corazón de la mujer rebosa de recompensas para el hombre ridículo por amor. Y, por fin, un fatuo no puede ser fatuo más que si tiene algún motivo para serlo. Las mujeres son quienes nos conceden ese grado. ¡El fatuo es el coronel del amor, tiene éxito en las aventuras galantes y un regimiento de mujeres a su mando!
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    ¿Sabes por qué les gustan los fatuos a las mujeres? Amigo mío, los fatuos son los únicos hombres que se cuidan. Ahora bien, ¿cuidarse demasiado no es acaso decir que uno cuida en su persona el bien ajeno? El hombre que no se pertenece a sí mismo es precisamente el que engolosina a las mujeres.
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    ¡Ay, querido amigo, desde un punto de visto físico, la des­conocida es el ser más adorablemente mujer que nunca haya conocido! Pertenece a esa variedad femenina que los romanos llamaban fulva, flava, la mujer de fuego. Y de entrada lo que más me llamó la atención, algo de lo que aún estoy prendado, fueron dos ojos amarillos como los de los tigres: un amarillo de oro que reluce, oro vivo, oro que piensa, oro que ama ¡y que se te quiere meter en el bolsillo del chaleco por encima de todo!
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    De esta forma, un día, quienes no tenían nada tienen algo; y quienes tenían algo, no tienen nada. Éstos consideran que sus amigos, que han conseguido una posición, son unos arteros y unos corazones viles, pero también los consideran hombres listos… «¡Qué listo es!…» es el tremendo elogio que le hacen a quien ha llegado a algo, quibuscumque viis10, a la política, a una mujer o a una fortuna.
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    Ese intercambio de pensamientos constó de dos miradas significativas, sin que ni Ronquerolles ni De Marsay dieran muestras de conocerse. El joven observaba a los paseantes con esa presteza de la ojeada y el oído propia del parisino que parece, de entrada, que ni ve ni oye, pero que lo ve y lo oye todo.
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    Henri tenía el valor de un león y la habilidad de un simio. Cortaba una bala a diez pasos con la hoja de un cuchillo; montaba a caballo de forma tal que convertía en realidad la fábula del centauro; conducía con elegancia un carruaje de guías largas; era raudo como Cherubino y apacible como un cordero; pero sabía ganarle a un hombre de los barrios exteriores en el tremendo juego de savate o en el del bastón; además, tocaba el piano de forma tal que podía meterse a artista si le ocurría una desgracia y tenía una voz por la que Barbaja8 le habría dado cincuenta mil francos por temporada. Por desdicha tan halagüeñas prendas las empañaba un vicio espantoso: no creía ni en los hombres ni en las mujeres ni en Dios ni en el diablo.
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