Aquí puede verse claramente que el valor de los diplomas está estrechamente ligado con la posición social: no sólo mi dea no había constituido una vía de acceso a la tesis, como sí lo había sido para otros, ya que para eso me hacía falta dinero para vivir mientras la escribía (si no, uno se obstina en creer que la está escribiendo, hasta el día en que tiene que rendirse a la evidencia: uno no la escribe porque tiene un empleo que devora todo su tiempo y energía), sino que además —y aquí enuncio una verdad cuya obviedad es tan flagrante que es inútil que me entretenga demostrándola— tal diploma reviste distinto valor y ofrece distintas posibilidades según el capital social del que uno disponga y el volumen de información necesaria sobre las estrategias de reconversión del título en salida profesional. En tales situaciones, la ayuda de la familia, las relaciones, las redes de conocidos, etc., todo confluye para darle al diploma su verdadero valor en el mercado del trabajo. Hay que decir que yo casi no tenía capital social. O, para ser más precisos, no tenía.