Para paliar mi frustración me concedí otra oportunidad y me precipité sobre Austen, Dickens, las hermanas Brontë, Hardy, Forster y Henry James: todos me parecieron intolerables. Si acaso incubaba algún prejuicio contra los escritores de Albión, dirigí mi curiosidad hacia sus enemigos del otro lado de la Mancha: Hugo (un bodrio), Stendhal (un escándalo), Flaubert (cursi), Céline (un asco), Yourcenar (patética). Sin escarmentar, alterné autores rusos y estadounidenses: Tolstói y Melville, Bulgákov y Hawthorne, Dostoievski y Faulkner, Nabokov y Bellow, Pasternak y Philip Roth… Ni siquiera vale la pena mencionar los nombres de los españoles, italianos, brasileños, japoneses, checos o turcos que revisé después. Fatigado, me adentré por fin en la extravagante pasión de mi abuelo: la novela mexicana del siglo xxi. Apenas pude comprender su entusiasmo por escritores tan desiguales.