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Jean Grondin

Introducción a la metafísica

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    El para-sí sufre de alguna manera de una «nostalgia» del ser, del ser en-sí, que carece, él, de conciencia de sí, de su nada, y que puede descansar en el tranquilo descuido de su esencia. Nostalgia trágica, sin embargo, tan absurda como la existencia misma. «Condenado a ser libre», el hombre no es, en definitiva, más que «una pasión inútil»:[646] «Un hombre que se compromete en su vida, dibuja su figura, y fuera de esta figura, no hay nada».
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    Si rehúyo con ello lo que «soy», es que tengo mala fe, dice Sartre: al buscar la tranquilidad o el apaciguamiento, busco, en efecto, ser lo que no soy. Tengo igualmente mala fe al buscar ocultármelo a mí mismo, o a otro. Pero esta condición de mala fe es el destino de la finitud humana: su contrario, que sería la autenticidad, no es realmente posible, o no puede ser más que un proyecto, si es verdad que lo propio del ser para-sí es jamás coincidir con su ser, con aquello que es. Dicho de otro modo, y Sartre ha reconocido sutilmente esta consecuencia, la sinceridad no es en sí más que una forma de mala fe en relación con lo que yo soy: «¿Qué es, entonces, la sinceridad, sino precisamente un fenómeno de mala fe?».[645] La sinceridad aspira, en efecto, a una coincidencia de sí mismo consigo mismo, que tendería a constituirme como cosa, como «ser en sí», que no soy ni puedo ser.
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    El para-sí es, dirá Sartre en términos que han hecho época, el ser por el cual la nada adviene al mundo,[641] el cual sería sin él pura positividad, es decir, un dominio de esencias totalmente regido por el principio de razón. El para-sí sólo se rige por su voluntad. Se define por su indefinición, por su libertad total respecto de toda determinación y toda esencia, que tenderían a reducirlo al orden de lo en-sí. «El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a ese proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será ante todo lo que habrá proyectado ser».
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    Según Heidegger, esta experiencia ha sido la de los primeros pensadores griegos: hay ser, el ser emerge y nos sumerge. Pero si esta maravilla, fundamental pese a todo, de la naturaleza (physis), que brota y rebrota sin cesar, no es sentida ya en su estupefaciente simplicidad, se debe, estima Heidegger, al pensamiento metafísico, ávido de explicación y de certidumbre. Ante el misterio del ser, toda explicación llega demasiado tarde. La verdadera fuerza del pensamiento de Heidegger sobre la metafísica reside quizá no tanto en la elaboración de un nuevo pensamiento del ser, que él sabe que es necesariamente titubeante, como en la destrucción de las evidencias de la razón calculadora. Pero en la medida en que llega así a despertar el espíritu ante un misterio que no podrá explicar jamás, podría ser que recondujera la metafísica a una de sus más elevadas posibilidades, es decir, al asombro ante el ser, que lo abarca todo.
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    El mayor síntoma del olvido del ser reside quizá, sugiere Heidegger, en esta idea de valor, porque presupone que lo que cuenta debe depender de una valorización, necesariamente humana. Pero si el hombre lo decide todo, ¿de quién depende él? ¿Cuál es su medida? (was ist sein Maß?), se pregunta Heidegger siguiendo el verso de Hölderlin: ¿hay sobre la tierra alguna medida? (Gibt es auf Erden ein Maß?). Hermoso término el de medida, que aquí quiere decir: ¿dónde toma el hombre la medida?, pero también: ¿qué le lleva a su justa medida y qué le recuerda que no puede «medirlo» todo en el sentido cuantitativo del término?
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    Satz es también, en música, el movimiento de una sinfonía: el primer o el segundo movimiento es, en alemán, el primer o el segundo Satz. Vemos inmediatamente lo que quiere decir esto para la historia de la metafísica: el Satz vom Grund correspondería al «movimiento», al período del Grund, del fundamento, en la historia del ser. Es decir que, con anterioridad a este momento, ha habido quizás otro pensamiento, menos obsesionado que el nuestro por la búsqueda del fundamento (de ahí la evocación de los presocráticos), pero sobre todo que podría todavía haber, sin que se sepa todavía cómo, tras el largo e interminable fin de la metafísica, una meditación quizá menos atormentada por una racionalización extrema.
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    Heidegger juega con la formulación latina de ese principio, nihil est sine ratione, que significa, en primera lectura, que nada existe sin razón, pero en la que puede entenderse igualmente, dice Heidegger, que la nada, el nihil, carece también de razón: como el ser, la nada «es», implemente, sin (preocuparse por ninguna) razón. El ser indicaría no sólo el límite del principio de razón, sino que también nos haría ver que la metafísica, sostenida por la exigencia de racionalidad, no habría nacido más que para amordazar esta experiencia del ser o de la nada, al afirmar, con cierto patetismo, es verdad, que «¡todo tiene una razón porque es la razón la que lo decide!». ¿No se tratará de una simple imposición del pensamiento que encuentra su límite en la experiencia del ser?
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    el último Heidegger irá a veces a descubrir en los preplatónicos, en los autores, por tanto, todavía premetafísicos, la vislumbre de un pensamiento que no sería voluntad de dominio, sino voluntad de acogida del ser que nos es dado, sin porqué.
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    Humanismo, nihilismo y técnica sólo son par Heidegger los títulos modernos del pensamiento metafísico que se habría desencadenado con Platón. A partir del momento en que el ente no se comprende más que en función de la idea que lo funda, en la que el ente se ha vuelto explicable por y para el hombre, la dominación técnica dicta la única relación posible con el ente.
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    En el mundo de la técnica, ni siquiera la relación del hombre con su dios ha dejado de ser un asunto de «técnica»: Dios no es más que un recurso que sirve para aplacar ciertas necesidades, garantizando al hombre una permanencia futura. Ese Dios fabricado no es sino un ídolo: «construirse dioses es menospreciar a los dioses», exclama Heidegger,[604] que prefiere esperar en un Dios que tenga todavía que venir, porque vendría cuando quisiera, como el ladrón por la noche.
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