COSAS BONITAS
En Chinatown en 1938
un plato hondo de porcelana barata, «cerámica rústica»,
como la llamaban, decorado con hojas alegres y florecitas
brillantes por una mano firme y hábil, costaba
veinticinco centavos. Conservo aún seis de aquellos.
Las chicas, en 1965, solían ayudarme a empujar
el cochecito hasta el Todo a Cien, y cada una,
tras pensárselo un buen rato, elegía
una única flor de plástico. Cada una diez centavos.
Aún lo tengo, un ramillete que nos costó reunir.
Consumir por consumir: sí, lo sé. Pero las cosas,
las cosas bonitas y baratas, compradas alegremente
y conservadas por la misma razón, ¿acaso no poseen
un resplandor inmaterial, quizás en último término
el destello de inmortalidad que llamamos alma?
Se ven cosas así en los cubos de las donaciones.
Tristes pedazos grises de los restos de un naufragio.
Las mías serán solamente algo de lo que mis hijos
tendrán que deshacerse. O los platos chinos puede
que tengan algún valor, monetariamente hablando. Pero eso
nunca fue lo que era aquel resplandor y aquel destello.